domingo, 21 de abril de 2013


che

Así de cruda y guerrillera me lo dijo. La sangre entretenida en mis codos se sonrojó avergonzada entre mis glóbulos blancos. Estos leucocitos escucharon atónitos: que no sabía abrazar tiernamente a una mujer descalza de amor; que era no tierno, sino duro y más duro cuando entraba ella por esa puerta abierta como sus piernas; que no era amoroso con ella, ni con su cabello, menos con su naricita empapada de respiración diafragmática.



Me quedé callado como mis flacos huesos blancos de sudores ansiosos. Me quedaba en silencio masticando una debilidad de hombre atormentado como buscando refugio en la impotencia de mis viejos años canosos. Guardé silencio; es lo que tenía que hacer. Sólo eso: silencio.



La conocí con su caminar enmudecido según ella de amores y aventuras. Su frágil cuerpo de gacela moza me llenaba los ojos con sueños llenos de sabores variopintos. Me gustaba su cintura porque serviría para envolverla en experiencias desconocidas. Su lenguaje, oh, su lenguaje no manchaba ninguna ch con sonidos guturales. Todo eso la llenaba de ternura.



Pero él te llevaba de tus manitas- le dije. Eso no es infidelidad- me contestó rápidamente. Si eso no es infidelidad, entonces, qué es- me dije. Estaba llena de rabia mi garganta. No recuerdo si ya la besaba o la amaba, pero me dijo que no era infidelidad.



Algunas veces la acompañaba a su casa y cuando le invitaba un caramelo lo recibía como no queriendo recibirlo. No quería perder su señorío de niña recatada, pero lo recibió tratando que me diera cuenta que no quería recibirlo. ¿Es desconfianza? ¿Es educación? ¿Qué es?



Si es desconfianza, debo cuidarme para tener sutileza cuando le invite un chocolate o un cafecito negro calientito. Si es desconfianza entonces debo alejarme sin ton ni son como canción despechada. Si los pájaros golpean sus alas en el suelo para poder volar y llegar hasta su alimento y alegría ¿por qué esa desconfianza no puede servirle para dejarse amar?



Su vestir, su caminar, cuando comía o cuando saludaba dejaba un aroma de señorita culta y más cuando al despedirse, extendía su brazo para dar su mano delicada en una despedida de donaire que daba ganas de querer despedirse de ella a cada momento. Era una despedida que motivaba a buscarla sólo para despedirse de ella una y otra vez.



Ahora me decía que yo no era tierno, que no sabía abrazarla en ese mundo de amores y miradas cariñosas. Yo que tantos veces me bañaba en un mar muchas veces turbulento hasta ver sus pestañas agitándose en el torbellino de la lujuria y el placer. Que temía arrinconarla en mis vértices más silenciosos de mi geometría sexual. A mí me dijo eso. Que no era tierno. Es decir, un fierro frío y mohoso para que me comiese un mascafierro hambriento de braxomanía. No debería aceptar tremenda barbaridad. Ha fallado en su medida y en su desprecio. Pero recuerda que te devolvió tu Makarenko y tu foto. No olvides. Recuerda que te dijo que cuando los devolviera, todo habría terminado. ¡Qué tonto eres mi pequeño cuerpo viejo!



Ven pronto, me dijo un día. Estoy en el puente Maravillas. No demores, porque si lo haces, olvídate de mí. Y corrí. Yo estaba ocupado en mis labores cotidianas, pero corrí con las ruedas de los autos y las combis, pero corrí sudoroso. Recuerdo que me dijo también: si llegas tarde, nunca me verás. Se encontraba en el puente Maravillas. Era tiempo de lluvias. El río estaba cargado de palizada y de piedras y de tierra mojada del vigor de dos cuerpos que se mueven descompasados. Nunca me verás o nunca me verán. ¡Dios..! El río. La palizada. El río hambriento. La combi que no se apresura. Su cuerpo delgadito llenándose desesperado de agua negra. Y sus ojos mirando el infinito lleno de nubes que descarga agua de muerte y desolación. Apure, señor chofer. ¡Por qué no agarró un taxi?, me escupió en mi rostro ansioso.



Llegamos al puente. Ella debería estar en la otra orilla, o peleando con las aguas agitadas de su vida y de la muerte. Me bajé. Estiré mi mirada, pero no había nadie, salvo un perrito, que con su cabeza gacha, y con sus pasos cortos, cruzaba sobre el puente, el río mágico de Juliaca. Era cierto, el río corría cargando palizadas, piedras y semen en todo su cuerpo ancho y agigantado. Era un paisaje lúgubre. Hacía frío, y las nubes negras escondían un manto de llanto y soledad. Se hizo una eternidad. Parecía un puente como el de San Francisco, largo y bullicioso…interminable.



¿Y ella? ¿Dónde está ella? La busqué ansioso. Sólo una parejita de enamorados apretándose como pollitos se daba calor con sus cuerpos sofocantes. ¿Y ella? Nada de nada. La lluvia mermaba. A lo lejos aparecía una claridad silenciosa, pero mi cuerpo estaba agitado como las aguas del Maravillas. ¿Y ella? ¿Y su cuerpo flaquito? ¡Nunca me verás o nunca me verán!



¡Es que mi mamá no me comprende! ¡Es que mis hermanos no me quieren! Eso, nadie me comprende ni me quieren… ni tú tampoco. Pero, yo, por qué… Recién la he conocido, y ya tengo culpa, pero qué malo soy. Recién la conozco y ya he comenzado a martizarla. La lluvia comienza a pasear por el patio de la vida, y dicen ya que el paisaje es tétrico, que ensucia las aguas de los mares con sus aguas negras, que se llevan los cuerpos enmudecidos de los suicidas silenciosos, pero no dicen que gracias a las lluvias los ríos cantarán canciones de vida y esperanza y que habrá alimentos para los cuerpos famélicos y no hablarán de la carita alegre de los niños cuando hacen navegar sus barcos de papel por esas aguas de amor y de ternura. ¡Es que nadie me entiende ni me comprende! Y arrojó con furia una piedra a las aguas del Maravillas que pasaba entonando una canción de fe y alegría. No olvidemos que el cuerpo de la niña no entendida ni comprendida era delgadito como una rama de eucalipto.



Oh, mujer, cómo hacer para que Aristóteles te enseñe la emoción adecuada, el que sepas sentir que las circunstancias no son iguales, no son las mismas, sino que debes manejarlas en forma proporcionada, mujer. Debes controlar tus emociones para que no te aburras ni para que te depriman. Consigue tu bienestar emocional y estarás estable. Recuerda que el sufrimiento templa tu carácter. Que los momentos de ánimos caídos dan olor y sabor a la vida, pero para eso debes decirte que eres tú y que te quieres. Dirás, como siempre, que son palabras… Quiero que los sentimientos tormentosos no hagan un nido de odio en tu corazón. Ah, y pregúntale a Platón por qué el autodominio es más poderoso que los esclavos de pasión que menciona Shakespeare en Hamlet, tu libro preferido, mujer. No es necesario que seas inteligente. Vive con el corazón en la mano para recibir la dicha que anhelas, mujer.



Es que nadie me entiende, te he dicho. El Maravillas volteó, guardo silencio, y siguió su camino aguas abajo. Nadie se baña dos veces en las mismas aguas de un río, dijo Heráclito hace mucho tiempo.



Es una de esas mujeres que adoran que sus hijos estén bien peinaditos. Que les gustan que les digan que sus hijos son bonitos y bien educados. Por eso viven y se desvelan para que la gente los califiquen con adjetivos de bondadosos, aseados y con buenos modales. ¡Ay! del hermano o del papá que deje sus herramientas en el lugar que no corresponda. ¡Ay! de aquél que se chupe los dedos delante de otras personas. ¡Ay! del que no cumpla a la hora lo prometido. Simplemente, se irritan hasta las uñas acarameladas. Si te dicen que se debe hacer así, sólo así se hace. Sueñan con lo exacto, pero no saben exactamente hacer lo exacto. Les gusta comer sabrosos alimentos caros, pero pregúntales si quieren lavar dos platos. Quieren vivir en plenitud, pero no ayudan plenamente a que las ayuden a vivir a plenitud. Quieren todo, pero no dan nada, y dicen, seriamente, que dan todo. Y si alguna vez dan, cobran el doble y agregan el castigo como yapa. Si te libras de ellas alguna vez habrás salido del circuito de la ganancia y de la pérdida para ingresar al extraño campo de la dicha y el amor.



Tienen miedo de todo y a todo. Todas las miran sin ser miradas. No quieren que nadie sepa que aman o que son amadas. Son todo o nadie los dioses que dirigen sus mundos. Nadie las comprende. Todos las odian. Son las incólumes, las impólutas. Se ponen a la orilla del abismo y si las arrojas dicen que tú eres malo, y si no las arrojas, dicen que eres definitivamente malo.



Oh, Heidegger, dijiste Nada es; ni Dios te importó. Ahora esta mujer es su absoluto, es el Ella. Nadie más. Sólo su existencia. ¿Y los demás? ¿Y las circunstancias de los demás? Por vivir para Ella, se preocupa. No le interesa que vivas mañana. Si mueres ahora, a Ella no le interesa, porque es su ahora y de nadie más. Tu muerte no la deja vivir su momento que es de Ella y de nadie. Mejor hubiera muerto mañana, gritaría. Ella no tiene miedo al miedo, pero sí se angustia de la angustia. Y si la angustia es nada, te dirá: que es todo sin ser nada y, por lo tanto, la nada es nada, sólo palabras. Cuando termines de decirle esto, corre violentamente para el mañana, porque no te buscará, amigo. Así es ella. Silencio por ahora. Nos conviene. Que ame a Unamuno. Que sea amiga íntima con la Tía Tula. Alabadas sean las dos en sus angustias.



La llamaremos: CHE. Así es. Esta errante CHE, dice que nadie la comprende, que nadie la ama. Puede tener razón. Le pregunté a Pascal, y me dijo que estas mujeres se apasionan, aman, odian, sueñan para sí y, algunas veces, se quieren volver mosqueteras. Todas para una, y una para todas. Éste es el dilema de mi querida CHE. Un día compró un gatito y una perrita. La perrita blanquita un día desapareció. Pobre perrita. Era una perra muy mala. Ingrata conmigo que le di de comer y que me ensucié las uñas con el champú de perros. Si no le dijo puta fue porque el animal ya no estaba en casa. Se sintió abandonada. Sola. Ella, que había dado su entrega y ofrenda a la malvada perrita; se sentía abandonada y sola. Qué ingratitud. Mejor que se muera antes que venga preñada. La mato. La mato, gritaba en sus momentos de razón. Hablaba con el gatito negrito. Le decía que él no era malo ni ingrato. El pobre gato se engordó demasiado, y caminaba lentamente en el dormitorio de su ama y madre a la vez. Tú sí eres mi hijito querido- le decía. Dormía con el gato; comía con el gato, y, el gato era el amor de sus amores. Qué nadie lo vea. Que nadie lo abrace. Es mi gatito querido. Sólo mío. No iba a fiestas por su gato. Salía de sus estudios o de su trabajo, y corría a ver al gordo gatito gruñón. Ante Dios ella estaba salva. Estaba feliz de haber hecho feliz al gato gordo y gruñón. Por él, ella seguía viva. Entregó su corazón al animalito de Dios. Era el animalito de Dios todopoderoso. Había cumplido con Dios. Pero uno de esos días de invierno juliaqueño, cuando las mujeres de negocio y del campo se ponían una manta sobre las espaldas para cubrirse del álgido invierno, encontró en la puerta de su casa a la perrita que ya no estaba blanquita, sino llena de polvo, mierda y frío. La pobre temblaba todo su esqueleto, pero le movió la cola a su dueña atónita. ¡Zafa! Le dijo la dura dueña. La perrita movió más violentamente la cola para decirle que la amaba La dueña miró con asco y dureza, lista para darle una patada con sus zapatos puntiagudos en el trasero de la pobre perra amorosa. Era la perra mala, malvada, ingrata a la que la miraba Miró el trasero al animal, y gritó: ¡está virgen! Gracias, dios mío. Sacó la llave de su cartera. Abrió la puerta, y la primera que ingresó fue la perrita. Ahora dormían en esa cama un gato gordo y gruñón, una perrita blanquita en huesos y en carne flaca, junto a su dueña delgadita como rama de eucalipto. La entrada de esa perrita flaquita le llenó los pómulos de fe y alegría. La sangre bulliciosa le recordó que era hembra y sus senos comenzaron a palpitar con más fuerza. Tenía fe en la vida: la perra no era una puta.



Se sentía comprendida. Su vida vuelve a comenzar. Con el amor a sí misma, prepara su maletín, protege a sus animalitos en casa de una amiga, y, en pleno invierno juliaqueño, se embarca para Arequipa, la Ciudad Blanca. Engañó a su madre y hermanos. Dijo que iba a un curso de estudios, pero iba con su amor de hembra alegre y bulliciosa. Se sentía feliz. Entre sus rodillas sentía el amor penetrante. No quería desperdiciarlo. Gozarlo, eso quería. Se fugaba de la bestialidad cotidiana de la ganancia y de la pérdida, de la oferta y la demanda. Alguien la comprendía, porque había sabido comprender. Quería olvidarse de su falta de apetito, de que nadie la había comprendido, ni entendido, eso quería.



Rápidamente llegó a Arequipa. Qué blanca que es. Y qué grande que es. Conoceré su grande Plaza de Armas. Iré a las iglesias y pediré a Dios que me envuelva con el manto de la fe y la esperanza. Comeré su delicioso adobo rojo y humeante. Ah, su rocoto relleno, pero qué rico que es. Un día, en el aula, escuchó a una amiga que dijo que en Arancota había un restaurante “Doña Cecilia” donde venden ricos potajes arequipeños, acompañados con música también arequipeña, con su ron Nájar y su chichita espumosita. Y allá fue. Pidió un chicharrón, pero no lo terminó. Solicitó una bolsita, y guardó el resto del chicharrón. Fue entonces que recordó que estaba cerca del mar, del Océano Pacífico. Cerca del mar, con el que había soñado muchas veces cuando se cogía suavemente sus delgados muslos redonditos. Oh, qué maravilla. Regresó al bullicioso Terminal terrestre en un taxi. Preguntó y preguntó y, por fin, estaba sentada en el asiento de un bus que decía: Mollendo. Esas son las mujeres que hacen que sean mujeres. Con su maletín, su chicharrón y con su fe con bandera plena de ellas mismas. Se quería, y quería a todo el mundo.



Ahora estaba en un Terminal terrestre pequeño, pero limpio. Sintió la brisa del mar en sus mejillas, y abrigó tiernamente sus hombros. Preguntó y caminó por las calles húmedas del puerto. Sintió en sus narices palpitantes el olor de mariscos, pero siguió caminando muy segura y altiva. Dónde está el muelle- preguntó. Siga usted de frente, y lo encontrará, contestó un hombre grueso y curtido su rostro por el sol y la brisa marina. Llegó al frío malecón que estaba cubierto con una neblina blanquísima y sudorosa, y, por primera vez, sus ojos veían esa masa grandiosa y azulina de agua cantarina. ¡Pero cuán grande eres mi Dios! Quiso correr, pero se quedó paralizada como una estatua anonadada. Los ojos desorbitados. Sus cabellos se movían triunfantes como banderas en buque de guerra. Pero eres esplendoroso, y me cantas para recibirme en tu regazo. Y yo decía que nadie me quería ni me comprendía. Recién me conoces y me abres tus brazos, y me cantas. Dios, ayúdame a comprenderte, o ayúdame a comprenderme. Miró el muelle y la callecita que conduce a la ribera del mar, muy cerca de la piscina, y por ahí, por ese amino se fue a corretear descalza y juguetona en la arena quisquillosa del mar. Estaba ruborizante y fuera de sí, sin gato ni perrita, sin pérdidas ni ganancias, ni le interesaba que no la entendieran. Ahora gozaba el amor de su vida, miraba a las gaviotas que se lanzaban al mar, y ella creía que se suicidaban como alguna vez pensó hacerlo, pero las blancas gaviotas aparecían con un pescado en el pico, alegres y victoriosas. De pronto, por la orilla corrió raudamente una ola y se llevó el maletín y el chicharrón y sus zapatos, pero, ella, oh Dios, saltó y saltó, histérica de alegría con canto de amor, de hembra con esperanza. El amor está en ti, en nadie más. No mendigues amor. Te lo da tu gatito ocioso o tu perrita aventurera. Te lo da el agua cantarina de la lluvia juliaqueña. Tienes el olor de una ramita de eucalipto. Tienes en tu boca el sabor del agua salada cuyo mar se llevó tu chicharrón y tu calzoncito de finos pliegues, pequeña ramita de eucalipto.



…………………………………

Le dije que era hermosa, y que quería estar a su lado para ayudarla. ¡Oh! Se admiró. Sus dientes brillaron en mi corazón, pero de pronto su mirada se arrinconó en el vacío del mundo. Me sentí muy mal. ¿Por qué ayudarme? ¿Acaso no sé hacer mis cosas? ¿ Yo necesito ayuda, dios mío? ¿Es que he fallado? Y pensar que creía que yo hacía bien mis cosas. ¿Por qué me ha dicho que quería ayudarme? ¡Yo quiero que nadie me ayude!

Yo sólo quería darle mis fuerzas. Su mirada en el vacío me debilitó ¡Qué tonto has sido! ¡Ya la perdiste! Esa mujer tan delgadita tenía más fuerzas que yo, y no me necesitaba.



Pero esa negación podría ser un engaño. Oh, Protágoras, ayúdame. Yo sí te necesito ahora. Una mujer tan delicada no me puede dar falsas percepciones. Me quiere engañar, al no aceptar mi ayuda. Si no la acepta, para mí es preferible, ya que si aceptara y yo quisiera sinceramente darle ayuda, entonces, los dos nos repelaríamos, así lo dicen las teorías de la física y la química. ¡Tenemos que ser diferentes! Hasta para amar, en este mundo de dios, hay que pensar. Qué pasaría si ella me amara. Igual que yo a ella. Serían dos polos positivos. ¡Diablos!



Algo me dice que quiero dejar mis cosas para dedicarme fanático a esta flaquita hermosa. Estoy dirigiéndome al otro lado de mi mundo. Soy un egocéntrico. ¿Y mis libros? ¿Mis amigos? ¿Mis padres? A un lado todo esto por sólo la flaquita con olor a eucalipto. Si quiero ganar algo hermoso, debo perder también algo hermoso.



Si acepta mis amoríos, mis amigos brindarán por el amor. Mis padres en su soledad reirán muy contentos y, yo, buscaré los poemas que hagan sentirme feliz, muy feliz. ¡Qué bien!



Es que estoy amando; por lo tanto, no debo desconfiar de ella. ¡Quieres que sea egocéntrico! ¿Quieres que esté conmigo siempre, como una esclava, pidiendo el sabor de mis años? Deja tranquilo a mi egocentrismo. Ok.



Déjame que la ame como yo quiero. Quiero que sea libre como un ave. Que vuele por el mundo, pero no solitaria. Sé que escogerá aves más tiernas y fieles, y que se encaminen por la verdad y la razón. Esa es la bandada que dulcifica al mundo y que tarda en llegar a este mundo capitalista, utilista y acaparador.



Es tan flaquita que sus huesos huelen a rosas rojas y a margaritones. Ella no lo sabe, pero olí esa fragancia en mi pecho ardoroso. Ves cómo soy hombre de carne y sexo. Esto me convierte en un materialista grosero y ocioso. Mi flaquita no debe ser un objeto sexual, no te equivoques. Ella es mi alimento mental. Si llegamos un día a comprendernos, arribaremos al amor real, pero eso es decisión de los dos.



Creo como tú que el amor busca la defensa de los valores. Por eso le digo a ella que no hacemos daño a nadie queriéndonos como nos queremos. Cuando me habla de su perrita que no se enferma y de su gatito que no tiene hembra, quisiera ayudarle a resolver dicha contradicción. Pero ella debe luchar para tener con vida a su perrita traviesa y a su gatito pin pin. Siempre le he dicho que es bonita e inteligente. Le he dicho que triunfará por su genio indomable y mirada tierna. He sufrido mucho cuando le decía que buscara otro amor, pero es que no quería decirle que la amaba porque inteligentemente ella se daba cuenta que yo quería que me dijera que me amaba; y si ella me amaba y yo también, entonces, como dos polos positivos, nos repelíamos, y nos reñíamos, y peleábamos, para envidia de muchos y alegría de otros. Así hemos pasado por las aguas infinitas del tiempo. Es verdad, te lo juro.



A veces, en nuestra ignorancia, discutíamos sobre nuestra relación amorosa, como dos niñitos cuando pelean por un juguete. Es que el juguete es el centro del mundo para ellos, como el amor para nosotros adultos. ¡Qué escándalo! Pelear por el amor. Pelear por quien quiere más. Una botella de vino es delicioso, pero dos es peligroso. Igual… el amor no es el centro agradable del mundo, es la esencia de nuestras vidas.



Yo prometí ayudarla. Si ahora no acepta, me alegraré. Y si acepta, no me alegraré. Esa es la acertada contradicción de un mundo real. No debo ser egocéntrico. Ella tiene su mundo; yo, el mío. Cada uno es libre de amar. Si ahora ya no está, no está, pues. Tiene el derecho de volar todos los cielos a su antojo. Es su libertad. Es su mundo.



-Estás llorando sobre la leche derramada- me dices.



Tú también tienes derecho a pensar, amigo, pero no te vayas a matar por mí. Sería un regalo funesto que me hagas. Yo nunca te dije que me amaras, pero el día que te vayas de este mundo, mojaré el manto de la Verónica con mis lágrimas. Gracias, Dios te bendiga.



Es verdad que caminamos mucho, pero conocemos poco. Es verdad que besamos a muchas mujeres, mas no besamos con amor desinteresado a nadie. Yo no debo amar a una mujer para que mi madre se sienta contenta, para que mis amigos brinden por los novios; que los vecinos digan que somos una pareja feliz. Ah, eso sí, no debo aceptar que mi amada sea una marioneta manejada por su madre, sus amigos o vecinos. Ella debe ser ella, con su cuerpo flaquito, con sus riñas y sus gestos de gatita malcriada. No debe ser un maniquí vestida a capricho de otros. Ella debe ser ella con sus valores, con su dignidad. Varias veces le dije que me gustaba su naricita bonita, sus labios sedientos y sus señoritas redonditas. En ese tiempo, me preguntaba si sería eternamente para mí. Lloraba con mis ojos materialistas y con mi mente egoísta. Felizmente, ya esta lleno de años viejos y podía pensar en ella, pero en ella que era dueña de su vida, y de sus señoritas, y que estas señoritas podían amamantar otros labios sedientos, pensando en atragantarse con leche de la razón sexual. Lloraba solo, pensando en ese mundo real. Y lo comencé hacer en el cuerpo de mi flaquita aamorosa. Y me gustó. Ella también lo saboreaba.



-Sólo por eso me quieres, verdad- me decía con su voz apagada por el trajinar del sexo, ocultando su cuerpo acanelado con una sábanas medio blancas del hostal.



Guardaba silencio como un pilluelo cuando lo acorralan con las manos en la masa. Temeroso y avergonzado arrinconaba mi cara entre las señoritas temblorosas. Estaba agitado. Sin moral ni vuelo de gaviotas. Triunfante. Regocijado. ¿Amado? Ya no tengo sus labios, pero estoy contento porque sé que ella cuida muy bien sus señoritas y su mundo.



-Insensible, alguien la hace transpirar en olas de la voluptuosidad y…¿y tú estás contento?

-Pero, si ella está, que me queda, amigo…



Protágoras, amigo, ¿Es una falsa percepción? Nietzsche, maldito amigo, ¿Mis sentimientos me engañan? Sócrates, padre nuestro, me busco y no me encuentro en este valle de llanto y de miseria. Ella dice que le engaño, y que sólo vivo por sus labios húmedos y ardorosos.



¿Por qué me prendía de sus labios? ¿Eso indicaba que la quería? No. Es falso. Es el alfil del sexo en una yegua salvaje. Y es exquisito cuando la bestia se tranquiliza en su cuerpo, y se extasía con la lengua en una encarnizada lucha con la lengua mía. ¿Y los valores? ¿Y ella? Haciendo sexo con mi lengua con un ritmo atronador de sus gemidos y pasiones. ¡Oh, idolatrado beso tormentoso! ¡Eres dueño de la envidia humana! ¡Cuánto te extraño!



. Y cuando te preguntaba si la considerabas una prostituta…¿qué le decías?



¿Tú…una prostituta? No. No eres una prostituta. El gran político Pericles, cuando lanzó la ley que nadie debía casarse entre miembros de diferentes clases sociales, jamás adivinó que se enamoraría de una hetaira conocidísima. Esa mujer como tú se llamó Aspasia quien enseñó a Pericles el arte de hablar en público y gobernar. Era la antítesis de lo que enunciaba la ley. No debes olvidar jamás que tres prostitutas causaron la guerra del Peleponeso. Ah, pero Pericles fue señalado como adúltero. Ella, la hermosísima hetaira, Aspasia, fue acusada de ejercer secretamente la prostitución por las dignas mujeres de la sociedad burguesa- Esta mujer como tú hace de la práctica del amor un arte. Debes recordar cuando veíamos en el computador algunos CD, tú, decías: esto ya lo hicimos verdad? Esto nos gustó más. Pero, esto era mejor. Y te vanagloriabas, cariño, como una cortesana sagrada. En esos momentos creí que habías leído los tratados de Artyanassa, el de Filenis y los de Elefantis. Alguna vez saliste de la alcoba apresuradamente y comenzaste a sacudirte sexualmente como Friné. Voluptuosa en un ritmo apocalíptico que sentía morirme en el sudor de tu vientre. Y caían unas gotitas por tus piernas saladitas de dulzura y amor. No las succioné para que no perdieras el ritmo, y caíste abatida de tierna lujuria y caprichosa.



Gozas de muchos encantos. Sentía que habías leído mucho de estas hetairas. Te acuerdas que Lais de Corinto después de ofrendar una corona de flores a Afrodita, salió del templo desnuda en hombros de los hombres impávidos de su belleza. Es que así eran las hetairas. Triunfadoras como tú. Así siento tus piernas desnudas en mis hombros flacos, cayendo por mi espalda tus gotitas de sudor. Platón le enseñaba filosofía a Lais. Pero, tú, como Lais, filosofas montada sobre caballo caprichoso y terco. Dios te cuide, mi Amazona tierna.









No hay comentarios: