La cabeza pequeña de mi abuelo se
perdía entre sus anchos hombros. Su contextura era gruesa. No era tan alto,
pero su voz gruesa e impositiva daba mucho miedo. Todo animal que criaba era de
raza. Chanchos grandazos que parecían burros. Los perros gran danés asustaban a
los clientes que llegaban a comprar mondonguito a su pareja doña Eudoviges. Era
una mujer callada, y todo lo que el abuelo decía la pobre mujer corría para
cumplir las órdenes que don Pancho le daba.
Trabajaba como capataz de la familia
Dall Orzo. Montado en un caballo blanco muy alto. Don Pancho se creía dueño de
esas tierras que él cuidaba. No permitía que nadie cruzara por eso lares.
Algunos le decían El diablo, por su maldad.
-
Señores, es mi trabajo y yo lo cuido, por eso me pagan. Ni
ustedes ni mis familiares van a impedir que cumpla con mis deberes. Ya saben,
carajo. Nadie me va a venir a joder…
Un día el mar embraveció, y los
pescadores artesanales no podían ni debían salir a pescar. En el muelle los
estibadores y lancheros tampoco trabajaron. Los trabajadores se pusieron a
tomar chicha y se emborracharon. Al día siguiente, el mar seguía bravo y los
lancheros y estibadores seguían bebiendo chicha, pero ahora la fiaban. Los
jóvenes nos dedicábamos a ir al colegio y, por la tarde, a jugar pelota.
Pasaron así tres días y las madres de
familia ya estaban preocupadas porque escaseaba el pescado que era el sustento
principal. No ingresaba dinero y sólo salía para la chicha y algunas cervezas.
La situación económica estaba poniéndose color de hormiga. Ya no había pescado
salado en los mulos. Los pescadores miraban desde los cerros al mar que no
bajaba la marea. Los rostros estaban hinchados y con un color negro marrón.
-
Oscar, vamos a tirar atarraya a los pozos de Dallorzo.
-
Estás cojudo…mi abuelo nos mata.
-
No pasará nada…vamos le diremos que nos permita cazar unos
cuantos pescaditos y nada más.
En esos pozos había mojarras,
cholcoques, bagres, lifes. Peces muy apetecibles. Comer unas panquitas de lifes
era para chuparse todos los dedos. Los cortaban en pedacitos. Les ponían
cebollita de rabo picada. Mantequita. Ají rojo y amarillo, vinagrito de
Castilla, culantrito bien verde y otros condimentos que servían para darle el
gusto exquisito. Los embalaban en pancas de choclos y, sobre carbones rojos y
ardientes, se cocían.
-
Vamos…llevas tu atarraya y si pasa algo, él, tu abuelo, te la
devolverá.
-
Ël siempre ha dicho que no le interesan los amigos ni
familiares.
Montados en sendos burros fuimos a
los terrenos de Dallorzo. Alegres, bulliciosos. El sol estaba encima de
nuestras cabezas, pero íbamos a pescar para traer pescadito para el almuerzo,
abuelito.
-
Qué abuelito ni abuelito, fuera de aquí.
-
Soy Oscar, hijo de tu hija Inés…
-
¡Qué Inés de mierda! –gritó el abuelo sin bajarse del caballo
-
Estas atarrayas quedan conmigo y váyanse antes que les meta
el caballo…
Salimos disparados.
-
No te dije que mi abuelo era un maldito.
-
¡Es una mierda!
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